viernes, 18 de noviembre de 2016

DIETA MILAGRO

DIETA MILAGRO

En el gimnasio, Rodolfo se sentía feliz, era para él cómo una válvula de escape, la clase de Zumba aparte de divertida le hacía olvidar sus problemas y le ayudaba a perder esos gramos diarios, tan difíciles de consolidar, en la eterna lucha contra su (digamos) caprichoso metabolismo.

Siempre era puntual en Zumba, se cambiaba en el vestuario y llegaba con tiempo de antelación para pillar su sitio preferido. La música y el baile le subían la moral y le disparaban las endorfinas, cosa que necesitaba por qué, no pasaba por sus mejores momentos.

La naturaleza no había sido muy generosa con Rodolfo, no pudo conseguir en su adolescencia, alcanzar una estatura aceptable y por ende, tenía predisposición al sobre peso. Para poner la guinda al pastel, últimamente una incipiente alopecia empezaba a ponerse de manifiesto en su coronilla. Maldita sea, se decía mirándose en el espejo del baño por las mañanas después de la ducha.

Aún recordaba el día que su novia le dejó. No hacía mucho tiempo de ello y todavía estaba flojo de moral. Sin embargo eso le sirvió de revulsivo para proponerse conseguir el peso ideal. Días después de la mala noticia y de auto fustigarse echándose la culpa de la ruptura, se apuntó al gimnasio y comenzó una dieta milagro, de esas que según le dijeron, no podían fallar.

Poco a poco y con esfuerzo fue consiguiendo perder una buena cantidad de kilos, se veía más ligero y fuerte, pues también empezó a levantar pesas y hacer flexiones. Quizá era su exclusiva forma de tener la mente ocupada para no pensar en su ex, pero de momento era lo único que le mantenía en equilibrio.

Una mañana, estando en el trabajo, el teléfono de Rodolfo sonó, y vio que la llamada la hacía su ex. Dudó al acercar la mano al teléfono móvil, pero se armó de valor y contestó con un dígame, que sonó un poco agudo por culpa de los nervios. Rodolfo, ¿te importaría que pasara esta noche por tu casa? es que tengo que comertarte algo. Bien, vale, cuando quieras te pasas, le contestó, concretaron la hora y se despidieron.

Todo el día estuvo Rodolfo dándole vueltas a cual sería la razón por la que ella quería pasar a hablar con él, de noche y en su casa, pues hacía meses que no se veían ni hablaban. No pudo evitar pensar en la posibilidad de que quisiera retomar la relación y se ilusionó.

Terminó de trabajar un poco antes y se fue al gimnasio para hacer musculación y flexiones, después se pasó por el peluquero para estar lo mejor posible esa noche. En casa se dispuso a esperar a que llegase.

Cuando ella llegó, Rodolfo fue a abrir vestido y peinado de forma impecable. Al entrar le saludó con dos besos y le preguntó como estaba. Él le contestó que bien y le hizo la misma pregunta.
Pues bien gracias, he estado viviendo en casa de un amiga y ahora he alquilado un piso. Me preguntaba si no te parecía mal que repartiésemos los muebles ahora que ya puedo. Rodolfo se quedó petrificado, sin palabras.
Perdona que sea así de brusca, pero es que me corre prisa y hemos dejado la furgoneta abajo mal aparcada. Si no te importa me llevaré el mueble del salón, el sofá, la mesa y sillas de la cocina. El siguió quieto, cómo si de una estatua se tratase.

En unos segundos pudo reaccionar, para decirle que bien, que cogiese lo que quisiera. Se dio media vuelta cabizbajo y se hundió en el sofá que en momentos se tenían que llevar, sin dejar de pensar, que la persona a la que quería, ya definitivamente se había desprendido de él.
Mientras ella no tuviese una relación y no se hubiese llevado sus cosas, la posibilidad de volver, en realidad, siempre estuvo en su mente. Ahora ya no había remedio.

Cuando terminaron de llevarse los muebles y algunos objetos personales, Rodolfo se quedó hecho polvo, sentado en el suelo de un salón prácticamente vacío, tan vacío, cómo se había quedado su corazón, ahora sí, definitivamente destrozado y sin ilusión.

Después de unos eternos minutos sentado a oscuras y dándole vueltas a decenas de recuerdos, pensó en llamar a un amigo y contárselo todo. El amigo de Rodolfo dispuesto a animarle le convenció para que le recogiese y saliesen a cenar. Venga Rodolfo, la vida son dos días, salimos un rato y nos despejamos.

En el restaurante, Rodolfo le contó a su amigo todo lo que había pasado mientras se comían unas raciones de bravas, huevos revueltos con jamón y un gran entrecot de buey. Esa noche se saltó la dieta, necesitaba consolarse con algo y el darse una gran comilona en compañía, era una buena manera de pasar el mal trago.

Después del postre, saciado y más tranquilo al haber contado sus penas, empezó a arrepentirse de haberse saltado la dieta, el disgusto sólo le había apartado unas horas de su obsesiva fijación. Seguro que he engordado medio kilo, se decía a si mismo una y otra vez, lamentándose. Cuando llegaron los cafés le dijo al camarero airadamente que trajese sacarina, fue su primera reacción, cómo si con ese detalle quisiera quitarle importancia a todo lo que habían comido previamente. 
Mañana para comer, hervido, iba pensando camino de casa después de despedirse de su amigo, ya retornando a su obsesiva realidad, una obsesión que para bien o para mal era de momento su único consuelo y distracción.


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